Vivíamos en un
pequeño pueblo de aproximadamente unos cincuenta habitantes. Junto a nuestra
humilde casa vivían dos mujeres, aunque solían recibir largas visitas de otras
tres, que duraban alrededor de tres o cuatro meses. Cuando éramos pequeños mi
hermano y yo solíamos inventar historias sobre ellas. Decíamos que eran brujas
y aprovechábamos esa mentira para meter miedo a nuestra hermana pequeña. Hoy,
sesenta y cinco años después, sigo pensando que mi hermano y yo no íbamos
desencaminados cuando inventamos aquella historia.
Mientras que mi piel ya está
llena de arrugas, y mi pelo está totalmente blanco, las mujeres de la casa de
al lado permanecen con el mismo aspecto. Aparentan unos cuarenta años, sus
melenas siguen siendo de un negro azabache brillante, y sus atuendos
continúan siendo negros. Apenas salían de casa, al menos de día, pues en
varias ocasiones, mi hermano y yo las vimos salir de casa a las dos de la
mañana y regresar sobre las seis o las siete.
Una mañana
estaba sentado en la puerta leyendo un periódico junto a mi nieto, el joven
Nicolás. Vi que observaba con el ceño fruncido y de reojo la casa de las dos
extrañas mujeres. Bajé el periódico y le observé por encima de las gafas.
-¿Qué piensas
muchacho?- le pregunté. Mi querido nieto me miró.
-El otro día mi
amigo Leo me contó una historia relacionada con esas mujeres- dijo mi nieto.
-Shhhh- le dije
temeroso de que aquellas mujeres pudieran oírle- Aquí fuera no es apropiado
hablar sobre ellas- le dije en un susurro.
El joven
Nicolás me miro extrañado.
-¿Por qué?- me
preguntó clavando sus castaños ojos en los míos.
-La última vez
que alguien hablo sobre ellas, al día siguiente apareció ahogado en el río con
una piedra atada al cuello, y una quemadura en forma de estrella en el pecho-
le dije casi en un susurro.
Nicolás me miro
perplejo.
-Mejor vamos
dentro- le indique. Ambos nos levantamos y pasamos hasta el pequeño comedor. Me
acomodé en mi enorme butaca, y mi nieto se sentó frente a mí.
-¿Qué te han
contado exactamente?- pregunté.
-Ahora te lo
cuento, pero dime, como sabes que cuando alguien habló de ellas apareció muerto
y con marcas y cosas?, quiero decir, ¿Cómo sabes que murió a causa de eso y no
fue un asesinato?, y… ¿sabes que
dijo de ellas?- pregunto abriendo los ojos mucho.
-Mi querido Nico,
te contaré la historia de principio a fin. Cuando yo era como tú, tenía un
amigo con el que pasaba la mayor parte del tiempo, su nombre era Leo, igual
que tu amigo. Un día estábamos escalando los árboles que hay junto al parque, y
empezamos a hablar. Me contó que aquella noche había seguido a las mujeres, que
iban acompañadas de otras tres. Era de noche, por lo que ocultarse no le fue
difícil. Me contó que las siguió hasta un pequeño pantano que había por aquel
entonces. Allí las observó oculto entre unos matorrales. Vio como realizaban
diferentes rituales, e incluso vio como asesinaban cruelmente a una joven. Lo
más inquietante, es que mi amigo me aseguró que no llevaban ningún arma, dijo
que parecía que todo había salido de sus manos. Al ver estas escenas se asustó
tanto que decidió volver a su casa inmediatamente. Leo me narró está historia
cuando era por la tarde, y he de reconocer que pensé que se lo había inventado
para meterme miedo a mí, igual que hacíamos Juan y yo con Elora, pero esa noche… esa misma noche fue asesinado. A la mañana
siguiente bajé a su casa, su familia era dueña del antiguo molino, así que
vivían junto al río. Cuando llegué, me encontré a su madre llorando
desconsolada, y a su padre procurando que los cinco hermanos de Leo no vieran
aquella espeluznante imagen. Leo estaba tendido en el suelo con el pecho
descubierto, tenía el dibujo de una estrella, pero parecía que se lo habían
hecho con fuego. Sus labios estaban morados, y aún tenía los ojos abiertos,
pero no había duda de que estaba muerto. Alrededor de su cuello llevaba una
enorme soga con una piedra atada. Nadie parecía entender que había sucedido. Yo
pensé si estaría relacionado con lo que me había contado la tarde anterior,
pero no estaba seguro. Cuando, abatido, regresé a casa, me crucé con una de las
mujeres que estaba de visita en la casa de al
lado. Ella me miró con esos inquietantes ojos, jamás olvidare su fría
mirada, y cuando pase por su lado, con unas afiladas manos me agarró del brazo
provocándome esto- dije enseñándole la cicatriz de una gran quemadura que aún
tenía en mi brazo izquierdo- en ese momento, cuando comencé a chillar por el
dolor, una de las mujeres salió de la casa y con un tono de voz secó llamó a la
causante de mi quemadura. En pocos minutos la gente se arremolinó a mí
alrededor para ver que me había pasado. Hoy en día pienso que la muerte de mi
amigo Leo fue obra de ellas por lo que había visto, y es más, estoy convencido
de que sigo con vida por que no quisieron levantar sospechas- hice una pausa
larga, reflexionando sobre lo que le había contado al joven Nico, quizás era
una historia un poco dura, pero con dieciséis años ya era lo bastante fuerte
para aguantarla.
- Bien, ahora
dime, ¿Qué te ha contado tu amigo?- vi que mi nieto estaba aún perplejo, como
si hubiera visto un fantasma. Me giré para mirar por la ventana, ya que Nico no
paraba de mirar allí, y vi que la mujer que me hizo la quemadura años atrás nos
observaba con la cabeza pegada al cristal. Sus inquietantes y enormes ojos me
observaban con la misma frialdad que años atrás. Me levante, y con una mirada
desafiante eché las cortinas.
-Me contó la
historia que tú me acabas de contar, me dijo que habían sido ellas, porque eran
unas brujas. Me dijo que encontró su diario, el de tu amigo, entre los
escombros del molino, y que allí lo contaba todo- dijo Nico con una temblorosa
voz. Respire hondo y me acerqué a él.
-No hables de
ellas con nadie, ¿me has entendido?, y
yo le recomendaría a tu amigo que tampoco lo hiciera, pues las cosas de brujas no
son para tomárselas a broma- dije.
Aquella noche
no pegué ojo, vigilando que no se acercaran a mi casa y que no hicieran nada a
mi nieto. Como años atrás, se marcharon a las dos de la mañana y regresaron
sobre las siete. Comprobé que en casa todo estaba en orden.
A las nueve de
la mañana mi hermano Juan, que vivía unas casas más arriba, bajó alarmado.
Habían encontrado a Leo, el amigo de mi nieto, igual que a mi amigo sesenta y cinco años atrás. Las mismas marcas, en el mismo lugar, y con la
misma expresión en su pálida cara.