Era una
noche fría y lluviosa. Martín y Hugo paseaban por las encharcadas calles del
pueblo, sus pasos se iban acelerando cada vez más, tenían la sensación de que
alguien les seguía, sin embargo cuando se giraban no veían a nadie.
Martín, burlándose
de la visible inquietud de su amigo, le propuso un reto. El reto consistía en
entrar al viejo cementerio, que había a las afueras del pueblo, y permanecer
allí durante una hora. Hugo aceptó pese al miedo que le provocaban, para que su
amigo no pensara que era un cobarde.
Así pues,
los chicos cogieron una linterna y se alejaron hasta llegar a aquel lugar.
Decidieron que el primero en permanecer allí una hora sería Hugo, que trepó por
la mojada puerta y se adentró en él. Empezó a inquietarse cuando una gélida
respiración le rozo la nuca. Alterado decidió sentarse con la espalda apoyada
en la húmeda pared de piedra. Mientras estaba allí sentado, vio una luz, que
parecía ser de otra linterna; salía de un agujero excavado en el suelo. Hugo
pensó que se trataba de Martín gastándole una broma, como solía hacer a menudo.
Se incorporó y se dirigió hasta el hoyo. Cuando miro dentro de él, vio a una
pequeña niña, de dulce aspecto, lloriqueando, parecía que se había caído, ya
que estaba cubierta de tierra. Decidido a sacarla de allí le tendió la mano,
pero fue en ese instante cuando Hugo noto unas frías y finas manos sobre su
espalda empujándole hacia el hoyo. Cuando cayó vio que la niña ya no estaba,
pero su risa retumbaba por todo el cementerio. Presa del pánico, Hugo llamó a
gritos a su amigo, pero este no apareció. No pudo pedir auxilio durante mucho
tiempo, pues sus gritos quedaron sepultados bajo la tierra.