Cuenta la leyenda que hace muchísimo tiempo había dos hermanas
gemelas. Estas hermanas, a pesar de tener los mismos rasgos, se diferenciaban
bastante bien.
Una poseía largos cabellos dorados; mientras que la otra tenía una
extensa melena plateada.
No solo eran contrarias en su aspecto físico, también lo eran de
carácter. Una alegre y dicharachera; la otra seria y silenciosa.
Una mañana, como de costumbre, la espesa niebla cubría el valle en
el que vivían estas muchachas, pero aquel día no era un día cualquiera, sino
que era su cumpleaños. Se levantaron visiblemente emocionadas. Se dirigieron
hacía la cocina donde se hallaba su abuela, el único pariente que tenían.
Encima de la mesa había una apetitosa tarta que parecía haber sido
hecha a mano y que aguardaba a ser devorada.
La dulce abuelita se acercó a sus nietas algo temblorosa. Las
abrazó y susurro unas palabras en sus oídos. Parecía estar despidiéndose de
ellas. Fue entonces cuando tuvo lugar un hecho insólito a la par que mágico.
La anciana había colocado algo que parecían simular ser dos velas
encima de la tarta, una para cada hermana. Las gemelas, con una sonrisa en los
labios, llenaron sus pulmones y soplaron para apagarlas. El aire comenzó a
salir lentamente a través de sus labios, y fue en ese preciso instante cuando
las hermanas comenzaron a transformarse en polvo. Un brillante polvo dorado, y
un brillante polvo plateado, que ascendieron hasta el cielo llevándose tras
ellos la niebla que cubría el valle. Un polvo que dio lugar al sol, y a la
luna, y que nunca más dejó que la niebla bajara para cubrir aquel lugar.