Era una mañana en la que la
niebla cubría gran parte del monte, pero aun así, Diego decidió salir a hacer
la excursión que tenía planeada junto con su familia. Caminó durante horas
cargado con su mochila, pero hubo un momento que se desvió de su familia.
Mientras los demás almorzaban sentados sobre unas rocas, Diego quiso dar un
pequeño paseo para ver donde se encontraban. Se metió entre los árboles y
comenzó a descender para ver si alcanzaba algo de visibilidad. Sin querer se
topó con lo que debió de ser un pueblo hace mucho tiempo. Apenas se sostenían
algunas paredes, y la iglesia estaba cubierta por grandes árboles que habían
crecido en su interior. Anduvo entre las derruidas casas, y las observó con
gran curiosidad. Pasó a una de ellas, que se conservaba mejor que las demás,
pues esta tenía las cuatro paredes en pie y el tejado. Echo un vistazo rápido
en su interior. Cuando se dispuso a salir, vio que una anciana, que parecía
ciega, estaba en la puerta. Diego se sobresaltó y dio un paso hacia atrás. De
repente los blancos ojos de la mujer se volvieron totalmente negros. Está le
sonrió, dejando al descubierto sus ennegrecidos y partidos dientes.
- ¿Nunca te han dicho que no
se entra en casas ajenas?-, dijo la mujer con una voz fría. Diego la apartó de
un empujón y salió corriendo por la puerta. Recorrió el camino por el que había
llegado hasta ese pueblo, o eso pensó él. La niebla había cubierto más que
antes aquel lugar. De repente, entre los árboles, vio como la mujer le
observaba. Quieta, como si hubiera estado allí durante horas. Para no cruzarse
con ella, y sumido en sus pensamientos, preguntándose cómo había podido aquella
mujer llegar hasta allí tan rápido, Diego se desvió del camino.
Se abrió paso entre la espesa
niebla, y cuando levantó la mirada, frente a él, a escasos centímetros, estaba
aquella anciana. Seria, observándole en silencio. La mujer extendió el brazo
hacia el pecho de Diego, y le empujo,
haciéndole caer al vacío por el enorme precipicio hasta el que habían llegado.