En las faldas
de aquellas altas montañas se encontraba la pequeña Villa Edelweiss; era un
lugar extraño. Allí todo era tan blanco que hasta la hierba de los prados crecía
blanca. Su nombre se debía a que las flores Edelweiss crecían por todo el
pueblo, y sin ningún control, incluso aparecían en los lugares más extraños,
como las paredes de las casas, o sobre el agua congelada de las fuentes. Los
pocos habitantes que tenía eran enteramente blancos, como los copos que a
menudo cubrían el lugar. Sus pestañas parecían estar cubiertas por la brillante
nieve; su pelo tenía un deslumbrante y blanco puro, y sus ojos eran realmente
peculiares, extremadamente claros, casi cristalinos. Eran gente solitaria y con
tendencia a ocultarse del mundo. Las pocas veces que hablaban, lo hacían en
susurros, casi imperceptibles para cualquier persona normal; y al caminar,
parecían levitar sobre el gélido suelo.
En esta
Villa, aparte de pasarse cubierta por la nieve la mayor parte del año, era
frecuente que hubiera niebla, una niebla tan espesa que impedía ver las
montañas que rodeaban el lugar, incluso hacía desaparecer las casas ante la
atenta y fría mirada de sus habitantes. Con la caída de la noche siempre se hacía
más espesa, hasta el punto de hacer el lugar invisible a ojos de los forasteros.
Una noche,
como otra cualquiera, la abundante neblina bajó para cubrir la peculiar villa.
Esta vez la bruma traía consigo un frío helador. Cada arbusto, cada flor, cada
casa, quedó cubierta por el hielo, un hielo que jamás se derritió. Sin embargo,
los habitantes de Villa Edelweiss no parecieron percibir que todo a su
alrededor se encontraba congelado, pues para ellos, todo seguía igual: frío a
su alrededor, eran amantes de aquellas temperaturas tan extremadamente
heladoras, pues no eran capaces de percibir el frío. Parecían tener la sangre congelada
bajo aquellas pálidas y fantasmales pieles; se habían convertido en los
habitantes de la villa helada, un lugar, sin duda, encantado.