· Victoria era una mujer alta, esbelta; de marcadas
facciones, y con un carácter huraño, que siempre vestía de negro. Le gustaba
estar sola, y no le resultaba agradable el trato con otras personas; sin
embargo, se vio obligada a acoger a sus tres sobrinos. Vivía en una gran
mansión de Gales, tan oscura como polvorienta, en un lugar apartado de todo, y
donde reinaba el silencio.
La mujer había prohibido a sus sobrinos acercarse
a la gran biblioteca que había en la casa, aparte de otras muchas habitaciones;
también les había prohibido correr por los pasillos, hablar en un tono elevado o
entrar a la cocina. No podían tocar nada, y no debían hablar con nadie que no
fuera alguno de los sirvientes que merodeaba por la casa. Si no estaban
sentados en la mesa a la hora exacta de comer, se quedarían sin probar bocado
hasta la siguiente comida. Era, sin duda, una mujer arisca, exigente, y
amargada.
En aquel momento, los tres hermanos, Alma, Agatha
y Alexander sorbían la sopa con sumo cuidado para no hacer ningún ruido, y no
molestar a su tía, como ya había sucedido en otras ocasiones. Los muchachos
intercambiaban miradas, era evidente que se sentían incómodos. Desde el otro
extremo de la larga mesa, Victoria les observaba con el mismo gesto de siempre;
tenía la nariz arrugada y el ceño fruncido. Tomaba la sopa sin apartar la vista
de sus sobrinos, y sin encorvarse en ningún momento, estaba tan recta como un
palo. Después de la ardiente sopa, tomaron pollo, y su tía les castigó sin
postre por haber tirado sin querer un pequeño trozo de pan al suelo, y haberse
echado a reír.
Los hermanos se levantaron y salieron del decorado
comedor. Fuera, la lluvia mojaba los amplios prados, y dentro no podían jugar a
nada, ya que lo tenían terminantemente prohibido, así que vagaron por la casa
como almas en pena. La pequeña de los hermanos, Alma, que tenía tan solo cinco
años, paseaba por delante de las habitaciones a las que tenía prohibido entrar.
Lo cierto es que no sabía que no podía entrar a ninguna de ellas, todas las
puertas eran iguales, y la pequeña solía desorientarse con facilidad. Pasó por
delante de una puerta que estaba entreabierta, asomó la cabeza y vio una gran
biblioteca repleta de estantes de madera, y libros en mal estado. Sin darse
cuenta, y guiada por aquel misterioso lugar, entró y recorrió el lugar. Una
estantería brillante, pues parecía estar bañada en oro, llamó su atención. La
pequeña fue corriendo hasta ella para observarla de cerca. Allí, no solo había
libros, sino que también había cartas amontonadas, alguna foto de familia, y un
delicado collar de perlas blancas. A Alma el collar le fascinó. Le parecía la
cosa más bonita del mundo. Quiso cogerlo, pero el colgante no se movió de allí.
Al tirar de él, Alma descubrió algo, descubrió una puerta secreta. El colgante
había servid como botón para lograr que la estantería se desplazara, dejando un
hueco en la pared que daba a una oscura sala.
Alma salió de allí en busca de sus hermanos.
Corrió por los pasillos emocionada, y olvidándose de las normas que la tía
Victoria había impuesto. Primero se topó con Agatha, la muchacha de quince años
era realmente parecida a su tía. Su pelo también era oscuro y largo, y sus ojos
tenían el mismo tono esmeralda. A diferencia de su tía Victoria, Agatha tenía
las mejillas rosadas y una simpática sonrisa se dibujaba siempre en su rostro.
-¡Agatha! ¡Agatha!, tienes que venir a ver esto-
dijo la pequeña Alma.
-Shhh van a regañarnos- dijo Agatha para que su
hermana bajara la voz. La chica se arrodillo y miró a su hermanita. -¿Qué es lo
que has visto?- dijo en un susurro.
-Ahora lo veras, vamos a buscar a Alexander- dijo
agarrando de la mano a su hermana mayor. Las chicas atravesaron la laberíntica
mansión, hasta dar con el chico, que era el mayor de los tres. Estaba sentado
en el suelo jugando a las cartas cuando sus hermanas le encontraron.
La pequeña Alma les guio hasta la biblioteca, y
les enseñó lo que había descubierto. Alexander y Agatha intercambiaron una
mirada, ambos sabían que no debían estar allí, y que si su tía se enteraba les
impondría un gran castigo. Incumplieron las normas, y cruzaron por aquel hueco que había en la
pared. Dentro no había ventanas, y la sala era muy pequeña y cargada de humedad.
El hueco que se hallaba tras ellos se cerró dejándoles en la oscuridad. Por
suerte, antes de que todo quedara en tinieblas, Agatha había cogido una vela y
unas cerillas que había en una pequeña mesita al lado de la entrada, y la había
encendido.
Bajo la tenue luz, los hermanos vieron que en el
centro de aquella fría habitación había algo. Se trataba de una bola de cristal.
Extrañados, los chicos se miraron. Como Agatha estaba sujetando la vela, y Alma
era muy pequeña, y por lo tanto no llegaba, fue Alexander quien cogió la bola. Pesaba más de lo que parecía. El joven la
observó, esperando descubrir por qué era tan especial, pero no vio nada
inusual. La dejó en su sitio.
-Vámonos, aquí no hay nada que ver- dijo el chico.
Su hermana Agatha le agarró por el hombro y le detuvo. Dentro de aquella bola,
un humo de tonos azules y negros comenzó a tomar forma. El chico se giró
sorprendido, cogió a su hermana pequeña en brazos, y los tres observaron con
fascinación las imágenes que se iban formando dentro de aquel curioso artilugio.
La primera imagen era de una chica morena, parecía idéntica a Agatha, incluso
tenían la misma sonrisa; conforme la escena iba avanzando, vieron que se
trataba de su tía. En la siguiente imagen, estaba ella, su tía de joven,
sentada en uno de los prados verdes que rodeaba la casa. No estaba sola, sino que
un joven la acompañaba. Ambos reían y se miraban con ternura, sin duda, estaban
enamorados. La siguiente imagen aparecía su tía Victoria. Estaba a un lado de
la ancha calle, y observaba con una sonrisa radiante a aquel joven, que se
hallaba al otro lado. El chico se disponía a cruzar, cuando un carruaje tirado
por caballos descontrolados le arrolló.
La siguiente imagen era de su tía, estaba tumbada frente a una tumba y
lloraba desconsoladamente, al fondo, los tres chicos reconocieron una cara que sonreía
con malicia, era su madre, la hermana de su tía Victoria. De repente, todas las
imágenes se desvanecieron dentro de la bola de cristal, y de las sombras,
surgió una figura. Su tía Victoria había permanecido allí oculta todo el
tiempo, y no la habían visto. La mujer avanzó con paso lento, pero firme. La
luz de la linterna iluminaba sus ojos llorosos y cargados de furia. Habló para
regañar fuertemente a sus sobrinos, pero en vez de eso, se derrumbó, y comenzó
a llorar desconsoladamente. Sin
pensarlo, y guiados por un impulso, los tres niños se agacharon para abrazar a
su tía, que aún seguía rota por dentro, pues las desgracias se habían sucedido
continuamente en su vida desde aquel día.
Pasaron los días, y la mujer se mantenía más
distante aún con sus sobrinos, pero con el paso de los meses todo cambió.
Parecía otra persona, ya no había estúpidas normas ni lugares prohibidos; ahora
sonreía más a menudo, y jugaba con sus sobrinos siempre que le era posible. Así
pues, dejo a un lado todo el rencor que guardaba a la madre de los niños, con la
cual nunca se había llevado bien y un
día se había alegrado de la desgracia que más daño había hecho a Victoria; decidió
borrar todas las cosas malas de su pasado para adoptar a aquellos huérfanos como
sus propios hijos, jurándose no volver a ser aquella persona arisca y
malhumorada en la que se había convertido años atrás.