Año tras año, absolutamente todos los días, llegaba un
pequeño sobre con pétalos de rosa de color azul. Pasaron los años, los siglos,
y aquella tradición continuaba. Un día le pregunté a mi abuela a que se debía,
ella me miró sorprendida y me contó que aquello era una promesa que un día
había hecho un joven a su amada cuando estos se vieron obligados a separarse,
pues él fue llamado para luchar.
La joven chica, Gadea, vivía en una pequeña casa en el
monte, junto a su viuda madre y sus siete hermanos, tres varones, los más
jóvenes y cuatro muchachas de las cuales ella era la segunda más mayor. Desde
pequeña le había llamado la atención una casa que había cercana a la suya, pues
se trataba de una pequeña vivienda de paredes blancas, pero repletas de unas
peculiares rosas de pétalos azules. Un día conoció al joven huérfano que allí
vivía junto a sus abuelos maternos, su nombre era Rodrigo. Se enamoró
perdidamente de él, y el de ella. Pronto hicieron planes de boda, pero estos se
vieron truncados por culpa de la guerra que enfrentaba al rey con su hermano.
Rodrigo, al ser un joven plebeyo, fue llamado para luchar en el ejército. Por
lo cual, no pudieron casarse antes de que este partiera, pero a cambio,
hicieron una promesa; por cada día que estuvieran separados, él le enviaría a
Gadea un pétalo de aquellas rosas que tanto le fascinaban, ya que Rodrigo era
capaz de hacerlas crecer de la nada como por arte de magia.
Así pues cada día que pasaba, una paloma blanca traía atado
un pequeño sobre con los pétalos azules, hasta que un día la paloma no
apareció. Gadea se temió lo peor. Al día siguiente, la paloma regresó
nuevamente, pero está vez tan solo había un pétalo dentro; se trataba de un
pétalo enorme, precioso, pero partido por la mitad. El sobre que traía la
paloma contenía todos los días lo mismo. No tardaron en comunicarle a Gadea que
Rodrigo hacía semanas que había sido asesinado. Ella lloró su muerte
amargamente, sin embargo, alguien seguía enviándole aquel azulado pétalo
partido. Pasaron los años y la tradición continuaba, hasta que un día, cuando
Gadea alcanzó una edad muy avanzada, murió en aquella misma casa. Tras la
muerte de Gadea, una paloma blanca seguía llevando hasta el lugar el sobre con
el pétalo, pero ahora ya no estaba partido. Era un pétalo suave, grande,
brillante y unido, como ya lo estaban Rodrigo y Gadea.