lunes, 30 de enero de 2017

LA VILLA HELADA

En las faldas de aquellas altas montañas se encontraba la pequeña Villa Edelweiss; era un lugar extraño. Allí todo era tan blanco que hasta la hierba de los prados crecía blanca. Su nombre se debía a que las flores Edelweiss crecían por todo el pueblo, y sin ningún control, incluso aparecían en los lugares más extraños, como las paredes de las casas, o sobre el agua congelada de las fuentes. Los pocos habitantes que tenía eran enteramente blancos, como los copos que a menudo cubrían el lugar. Sus pestañas parecían estar cubiertas por la brillante nieve; su pelo tenía un deslumbrante y blanco puro, y sus ojos eran realmente peculiares, extremadamente claros, casi cristalinos. Eran gente solitaria y con tendencia a ocultarse del mundo. Las pocas veces que hablaban, lo hacían en susurros, casi imperceptibles para cualquier persona normal; y al caminar, parecían levitar sobre el gélido suelo.

En esta Villa, aparte de pasarse cubierta por la nieve la mayor parte del año, era frecuente que hubiera niebla, una niebla tan espesa que impedía ver las montañas que rodeaban el lugar, incluso hacía desaparecer las casas ante la atenta y fría mirada de sus habitantes. Con la caída de la noche siempre se hacía más espesa, hasta el punto de hacer el lugar invisible a ojos de los forasteros.

Una noche, como otra cualquiera, la abundante neblina bajó para cubrir la peculiar villa. Esta vez la bruma traía consigo un frío helador. Cada arbusto, cada flor, cada casa, quedó cubierta por el hielo, un hielo que jamás se derritió. Sin embargo, los habitantes de Villa Edelweiss no parecieron percibir que todo a su alrededor se encontraba congelado, pues para ellos, todo seguía igual: frío a su alrededor, eran amantes de aquellas temperaturas tan extremadamente heladoras, pues no eran capaces de percibir el frío. Parecían tener la sangre congelada bajo aquellas pálidas y fantasmales pieles; se habían convertido en los habitantes de la villa helada, un lugar, sin duda, encantado.

lunes, 23 de enero de 2017

EL CAFÉ DE LAS PAREDES ROJAS

Corría el año de 1940, la primavera acababa de llegar a la ciudad, y una vez más, escondidos de la bulliciosa multitud, Aurora y Julián se hallaban en aquel pequeño café pintado de rojo. No hacía mucho tiempo que se habían conocido, tan solo hacía unos meses, cuando Aurora, despistada, entró por primera vez en aquel café. Ella acababa de mudarse a la ciudad con sus cuatro hermanos y sus padres, iba buscando la panadería que regentaba su tío, pero en lugar de encontrarla, acabó en aquel pequeño local. Preguntó al camarero si sabía dónde podía encontrarse el lugar que ella buscaba; el camarero lo desconocía. Sin embargo, un joven muchacho sentado junto a la ventana decía saber dónde estaba, así pues, se levantó y se aproximó a Aurora para indicarle que calle debía tomar. Su amplia sonrisa y sus brillantes ojos claros atraparon a Aurora al instante; él también se quedó embelesado ante la belleza de aquella despistada muchacha de finas facciones y elegancia natural. Ella salió del café y atravesó la calle, mientras aquel joven la observaba fascinado desde el otro lado del cristal.
Tras este primer encuentro, ambos regresaron al establecimiento con la esperanza de volverse a encontrar, y así fue.  Ella se escapaba de su casa con la excusa de ir a visitar a unas amigas que había hecho durante aquella primera semana en la ciudad, mientras que él, tenía por costumbre frecuentar el local, para avanzar con sus estudios de aviación. Aurora podía pasarse largas tardes escuchando a Julián hablar sobre aquellos aparatos que tanto fascinaban al joven. Pasaron los días, las semanas y los meses, y un día, cuando Aurora entró en el café como de costumbre, encontró a Julián sentado en la misma mesa de siempre, pero esta vez su expresión era diferente. Sus ojos azules habían perdido aquel expresivo brillo, y su sonrisa había desaparecido. Ante aquella escena, Aurora se aproximó a su amado preocupada. Él explicó a la chica la fuente de su tristeza, su padre había decidido enviarle al extranjero para  ser piloto de aviación. Por lo que Julián le había contado, su padre era un hombre viudo y rico, de un desagradable carácter.
Llegó el día de la marcha de Julián. Ambos prometieron escribirse continuamente, y al regreso del chico, casarse. La despedida fue dura para ambos,  sin embargo, tenían la ilusión de volver a verse pronto.
El tiempo fue avanzando, y las cartas de Julián cada vez eran menos frecuentes, pues tenía mucho trabajo y apenas podía descansar, hasta que un día, Aurora dejó de recibir noticias de él. Los años iban avanzando a gran velocidad, y Aurora conoció a un nuevo joven con el que se casó y tuvo una preciosa hija, pero, el destino fue cruel y la dejó viuda cuando su pequeña tan solo tenía cinco años.
Un día de 1954, mientras paseaba con su hija por las calles de la ciudad, sus despistados pasos la condujeron a una fachada roja que le resultaba familiar, era el  antiguo café; se quedó quieta frente a la puerta durante unos instantes, hasta que finalmente entró. Atravesó la puerta y dirigió sus ojos al lugar en que solía sentarse por las tardes a charlar con aquel joven rubio de ojos claros y de nombre Julián. Tenía la esperanza de verle allí sentado, sin embargo la silla estaba vacía.
-Hace muchos años que no viene por aquí- dijo el mismo camarero de siempre al que ya se le notaban los años. El hombre había reconocido a Aurora al instante. Ambos intercambiaron una sonrisa de complicidad.
-Lo último que supe de él es que pilotó aviones en la Guerra de Corea, por lo que su padre me dijo, él pilotaba aviones americanos, pero ya sabes cómo es ese hombre, miente más que habla- dijo el camarero con su ronca voz. Aurora estaba sorprendida, no tenía ni idea de aquello. Ambos siguieron hablando durante un rato, y el camarero llegó a la conclusión de que el joven Julián había fallecido durante aquella guerra.
Finalmente, Aurora y su hija abandonaron el café y pusieron rumbo a su casa. Ella iba sumida en sus pensamientos, entristecida profundamente por la noticia que el camarero le había revelado. Ahora todo tenía sentido, por eso había dejado de escribirla.
Atravesó la calle con su hija de la mano, y por fin llegaron a su casa.
Al día siguiente, regresó para hacer una pequeña visita a su amigo el camarero, un hombre mayor y de pelo blanco. El hombre siempre se mostraba agradecido de ver nuevamente caras conocidas, y le gustaba hablar con Aurora, como si de su hija se tratase. Aurora cogió por costumbre regresar al café para charlar con su amigo el camarero. Así, pasadas unas semanas, Aurora y su pequeña llegaron una vez más hasta la puerta del café, entraron, y miró como de costumbre, a la mesa que había junto a la ventana. Su cuerpo se paralizó durante unos instantes, no podía creer lo que estaba viendo. Allí sentado, como si hubiera estado siempre, había un hombre de pelo claro y uniforme. Aquel hombre levantó la vista y sus ojos se iluminaron. Se le notaban los años, pero Aurora se dio cuenta al instante de que se trataba de Julián, estaba vivo, no podía creer que aquello fuera real. No tardaron en ponerse al día, y Julián explicó a Aurora porque no había vuelto a escribirla. Durante la Guerra no era fácil comunicarse, y durante el último año, Julián había sido herido de gravedad tras sufrir un accidente aéreo, pero ni la guerra ni el accidente frenaron sus ganas de seguir viviendo y de regresar a aquel café de paredes rojas para reunirse una vez más con Aurora y ya no separarse nunca de su lado.

sábado, 21 de enero de 2017

EL PUEBLO ABANDONADO


Era una mañana en la que la niebla cubría gran parte del monte, pero aun así, Diego decidió salir a hacer la excursión que tenía planeada junto con su familia. Caminó durante horas cargado con su mochila, pero hubo un momento que se desvió de su familia. Mientras los demás almorzaban sentados sobre unas rocas, Diego quiso dar un pequeño paseo para ver donde se encontraban. Se metió entre los árboles y comenzó a descender para ver si alcanzaba algo de visibilidad. Sin querer se topó con lo que debió de ser un pueblo hace mucho tiempo. Apenas se sostenían algunas paredes, y la iglesia estaba cubierta por grandes árboles que habían crecido en su interior. Anduvo entre las derruidas casas, y las observó con gran curiosidad. Pasó a una de ellas, que se conservaba mejor que las demás, pues esta tenía las cuatro paredes en pie y el tejado. Echo un vistazo rápido en su interior. Cuando se dispuso a salir, vio que una anciana, que parecía ciega, estaba en la puerta. Diego se sobresaltó y dio un paso hacia atrás. De repente los blancos ojos de la mujer se volvieron totalmente negros. Está le sonrió, dejando al descubierto sus ennegrecidos y partidos dientes.
- ¿Nunca te han dicho que no se entra en casas ajenas?-, dijo la mujer con una voz fría. Diego la apartó de un empujón y salió corriendo por la puerta. Recorrió el camino por el que había llegado hasta ese pueblo, o eso pensó él. La niebla había cubierto más que antes aquel lugar. De repente, entre los árboles, vio como la mujer le observaba. Quieta, como si hubiera estado allí durante horas. Para no cruzarse con ella, y sumido en sus pensamientos, preguntándose cómo había podido aquella mujer llegar hasta allí tan rápido, Diego se desvió del camino.

Se abrió paso entre la espesa niebla, y cuando levantó la mirada, frente a él, a escasos centímetros, estaba aquella anciana. Seria, observándole en silencio. La mujer extendió el brazo hacia el pecho de Diego,  y le empujo, haciéndole caer al vacío por el enorme precipicio hasta el que habían llegado.

jueves, 12 de enero de 2017

EL PISO CATORCE

Han pasado casi sesenta y cinco años desde que aquella casa fue habitada por última vez. Se trataba de un pequeño y lujoso piso situado cerca del bullicioso centro de la preciosa cuidad.  Las risas de las niñas que un día vivieron allí retumbaban por las paredes de todo el edificio, pero lo hacían con más fuerza en la casa número catorce.  Los vecinos no pensaban que la casa tuviera fantasmas o cualquier cosa por el estilo; lo que ellos percibían es que algo se había quedado flotando en  aquel piso. Una misteriosa y oscura atmósfera lo envolvía, como si las endiabladas almas que una vez habitaron en aquel lugar hubieran permanecido allí desde el día en que todo ocurrió.
La historia que voy a narrar a continuación es una historia extraña, con preguntas sin resolver  y extrañas personas.
 En el piso número catorce vivía una joven llamada Margarita. Era fría y solitaria, nadie la veía salir de la casa, ni entrar, y jamás ningún vecino escucho su voz, sin embargo, todo el mundo sabía que allí había alguien. Un día sucedió una desgracia familiar que le afecto mucho. Su hermana había desaparecido sin dejar rastro. Como única pariente viva asumió la custodia de sus dos sobrinas,  Isabel y Ana, unas niñas de unos seis y siete años aproximadamente.
Pese a que tía y sobrinas no se conocían, el primer momento  en el  que se vieron compartieron una sonrisa de complicidad. Fue una sonrisa verdaderamente escalofriante, algo oscuro se ocultaba tras ella. Nunca entablaban conversación, se entendían perfectamente con tan solo una mirada. No podré negar que era una familia extraña. Los años fueron pasando, y Margarita, que aun  era bastante joven, conoció a un muchacho con el  tuvo un hijo. El padre de esta criatura desapareció en circunstancias nada claras, así que nuevamente tía y sobrinas quedaron solas en aquel piso, solo que esta vez el pequeño Rodrigo las acompañaba. La presencia del pequeño niño fue suavizando el carácter de Margarita, lo que la hizo más amable y cariñosa. A menudo salía a pasear con su hijo y sus sobrinas. Poco a poco ella cambió de carácter, pero  sus sobrinas no lo hicieron.
Una mañana, Isabel se asomó a la ventana. Observó la gran cúpula negra y dorada que se ceñía sobre el bonito edificio de enfrente. Una expresión se dibujo en su cara, una expresión inquietante. Las hermanas habían trazado un macabro plan. Isabel cogió al pequeño Rodrigo y se lo llevo de la casa sin que nadie se diera cuenta. Al cabo de un rato, Ana  condujo a su tía hasta la ventana, miró a través de ella, y vio como Isabel  soltaba a su hijo hacia el vació. La mujer abrió la boca para emitir un doloroso chillido, pero no pudo. Mientras tanto la risa de Ana retumbaba entre aquellas paredes.
Las hermanas continuaban como si no hubiera pasado nada, y poco a poco Margarita  fue sumiéndose nuevamente en la oscuridad, alejada del mundo. Su carácter se volvió más huraño, y hay quien afirma que comenzó a ver cosas extrañas, pues decía ver sombras que se aproximaban hacia ellas. Una gélida noche de invierno y bajo la pobre luz de las velas, las sombras que decía ver  Margarita se volvieron visibles para las hermanas. Se dejaron envolver mientras dibujaban en su rostro la misma sonrisa macabra de siempre. Después de esto, desaparecieron. No se volvió a ver a ninguna de las tres. No se encontraron cadáveres, pero tampoco ningún rastro. La casa quedo totalmente sola, como si se hubieran evaporado, o como si el aire se hubiera llevado la vida que había habido en aquel lugar.  Desaparecieron en las mismas circunstancias que años atrás lo había hecho la madre de estas dos hermanas.

Las paredes del piso catorce encierran el mayor secreto de todos, encierran el secreto de estas dos hermanas, y su extraño don de hacer desaparecer a la gente a través de las temerosas sombras, tal vez sea esto lo que mantiene la casa sin vida. El secreto de las sombras sigue flotando en aquel espeluznante ambiente.